¿Por qué no escribo sobre Diego Delas?
Luis Fernández Galiano
2020
En el actual ecosistema de las artes —como lo denominó mi añorado amigo Juan Antonio Ramírez— los objetos demandan discursos. Muchos argumentarán que este no es un rasgo contemporáneo, porque es difícil explicar a Jackson Pollock sin Clement Greenberg o incluso a los artistas del Renacimiento sin el diálogo fértil con literatos y eruditos. Sin embargo, buena parte de lo que hoy se denomina, expone y vende como arte ha llevado a tal extremo el alejamiento del placer visual que sólo se sostiene con un elaborado andamiaje conceptual. No es este el caso de Diego Delas, que además de producir objetos que no se recatan en apelar a la seducción retinal y táctil, excavando la infancia de la memoria y multiplicando el estímulo de la inteligencia y los sentidos, es capaz de articular su presentación con rigor analítico, precisión léxica y elegancia expositiva. Su obra no exige hermenéutica, porque no tiene mejor intérprete que su autor.
El texto con el que introduce Espejo (Castillo Rojo) es exacto como el trabajo de ebanistería que lo soporta, sugerente como el juego serio de su damero lígneo y aromático, y arquitectónico en su geometría material o en su evocación de entarimados y mosaicos. Clásico en su equilibrio de texturas y colores, intemporal en su perfección artesana y lírico en sus citas mironianas, este objeto que tiene ‘du peigné et du sauvage’ es taller y jardín, árbol y cielo, sólida construcción y poesía leve, mueble inmóvil que alborota la mirada y asienta la emoción con su presencia silenciosa. Ya sabemos que de lo que no puede hablarse es mejor callar, así que el espectador debe permanecer mudo, y también ágrafo, para no permitir que la cacofonía de las interpretaciones haga inaudible el susurro de la obra, y ese es el motivo por el cual no escribo sobre Diego Delas.
¿Por qué no escribo sobre Diego Delas?
Luis Fernández Galiano
2020
En el actual ecosistema de las artes —como lo denominó mi añorado amigo Juan Antonio Ramírez— los objetos demandan discursos. Muchos argumentarán que este no es un rasgo contemporáneo, porque es difícil explicar a Jackson Pollock sin Clement Greenberg o incluso a los artistas del Renacimiento sin el diálogo fértil con literatos y eruditos. Sin embargo, buena parte de lo que hoy se denomina, expone y vende como arte ha llevado a tal extremo el alejamiento del placer visual que sólo se sostiene con un elaborado andamiaje conceptual. No es este el caso de Diego Delas, que además de producir objetos que no se recatan en apelar a la seducción retinal y táctil, excavando la infancia de la memoria y multiplicando el estímulo de la inteligencia y los sentidos, es capaz de articular su presentación con rigor analítico, precisión léxica y elegancia expositiva. Su obra no exige hermenéutica, porque no tiene mejor intérprete que su autor.
El texto con el que introduce Espejo (Castillo Rojo) es exacto como el trabajo de ebanistería que lo soporta, sugerente como el juego serio de su damero lígneo y aromático, y arquitectónico en su geometría material o en su evocación de entarimados y mosaicos. Clásico en su equilibrio de texturas y colores, intemporal en su perfección artesana y lírico en sus citas mironianas, este objeto que tiene ‘du peigné et du sauvage’ es taller y jardín, árbol y cielo, sólida construcción y poesía leve, mueble inmóvil que alborota la mirada y asienta la emoción con su presencia silenciosa. Ya sabemos que de lo que no puede hablarse es mejor callar, así que el espectador debe permanecer mudo, y también ágrafo, para no permitir que la cacofonía de las interpretaciones haga inaudible el susurro de la obra, y ese es el motivo por el cual no escribo sobre Diego Delas.