Ojos Escurridizos

Richard Wentworth

2016

Cuando éramos estudiantes, nos reuníamos todos en espacios oscuros llenos de humo donde veíamos un cono de luz propulsando imágenes sobre la pantalla que teníamos delante. Lo llamábamos “historia del arte”. Todo tipo de imágenes quedaban elididas, creando en nuestras mentes un maravilloso fertilizante fugaz.

Años después, muchas de ellas aún flotan en la superficie de nuestra consciencia, como las escurridizas calcomanías que de niños usábamos para politizar nuestras maquetas de aviones. En los toboganes, recuerdo muy bien los rasguños y los cortes que a menudo mejoraban la imagen, como una araña atrapada en la puerta.

Facteur Cheval era para mí un nombre misterioso que se citaba con frecuencia. No tenía ni idea de que Facteur era prácticamente un título honorario — como el Douanier de Rousseau —. Hasta ahora no he comprendido que se trataba de un término ligado a la modernidad: un cartero, un comunicador, alguien a quien se le confiaba la tarea de repartir el correo en un pueblo próximo a Lyon.

Recuerdo que me contaron que Facteur Cheval era acaparador, que recogía conchas de vieiras de la basura de los cafés, además de piedrecitas que se encontraba en la ruta de sus repartos diarios.

Iba caminando muy rápido cuando el pie me tropezó con algo que me hizo trastabillar durante varios metros, y quise saber la causa. En un sueño, había construido un palacio, un castillo o cuevas, no soy capaz de expresarlo bien…No se lo conté a nadie por miedo a que me ridiculizaran, y me sentí ridículo. Y entonces, quince años después, cuando casi me había olvidado del sueño, cuando ya no pensaba nunca en él, el pie me lo recordó. El pie tropezó con una piedra que casi me hizo caer. Quería saber lo que era…Era una piedra con una forma tan extraña que me la guardé en el bolsillo para admirarla con tranquilidad. Al día siguiente, volví al mismo sitio. Encontré más piedras, más bonitas aún, las recogí todas allí mismo y sentí un placer abrumador… Se trata de un pedazo de arenisca moldeado por el agua y endurecido por el paso del tiempo. Termina siendo tan dura como las piedrecitas. Representa una escultura tan extraña que a un hombre le resulta imposible imitarla; representa cualquier tipo de animal, cualquier tipo de caricatura.

Me dije a mí mismo: “Ya que la Naturaleza está dispuesta a hacer la escultura, me ocuparé yo de la mampostería y de la arquitectura”.

Los humanos son recolectores, se encuentran entre ellos y se reúnen. Las vidas humanas a menudo se describen según las cosas materiales que aderezan su existencia diaria.

Los artistas, con frecuencia, son prodigiosamente acaparadores y sus colecciones a veces se conmemoran en museos por derecho propio.

Sin esta predisposición, no tendríamos cuartos de maravillas, ni gabinetes de curiosidades.

La curiosidad, extrañamente, la alimenta la ignorancia.

No saber algo y sentir, sin embargo, ansias por descubrir más es el motor de la curiosidad.

En un viaje con un amigo por la España de provincias a finales del verano de 2016, reconocí algo que se me había escapado durante casi siete décadas.

Viajar en coche con otra persona requiere una confianza elemental. Yo conduzco, así que para mí es raro hacer de pasajero. Lo cierto es que este conductor español no conoce en realidad a su pasajero inglés, y viceversa. No obstante, sí existe el nivel necesario de confianza mutua y de curiosidad, además de un conocimiento del terreno común compartido.

Cuando se conduce, ese terreno común es la carretera. Los viajeros comparten la energía cinemática del paisaje.

Asimismo, comparten el clima, la hora del día, la caída de la luz y los hábitos culturales ligados a los placeres de la comida y la bebida.

Las energías trenzadas que se generan al moverse por una carretera subrayan nuestra modernidad compartida. Utilizo moverse porque la imperiosa sensación de la propulsión nos recuerda cuánto ha cambiado el conducir. Nos deslizamos como el agua que se mueve por un conducto. Hablamos sobre el contorno de la calzada y los arcos de la historia. Nos distraemos el uno al otro con la idea de que los carriles opuestos se van vertiendo desde nuestro futuro y a nuestro pasado.

Hablamos sobre el ritmo al caminar y sobre el acto de observar. Tratamos de imaginar un mundo observado a lomos de un caballo, los ángulos de percepción producidos por cientos de años de cascos de caballos y apertura de caminos. Imaginamos torpemente el desarrollo de algoritmos para alcanzar puntos de vista a cierta velocidad, el manejo de una banda de cemento antes líquido para crear las geometrías fijas de la carretera. De repente, nos damos cuenta de que tenemos ahí una palabra que tiene su origen en…un carro.

El propio tráfico nos alerta de las veloces complejidades de nuestra modernidad; matrículas que ratifican naciones, vehículos fabricados con una multiplicidad de materiales, manejados y moldeados en lugares del mundo incognoscibles. Hablamos sobre el movimiento de las mercancías, la ropa que llevamos puesta, los alimentos que comemos, la música que escuchamos.

Nos preguntamos si hay umbrales en la misma medida que hay prohibiciones. Nos vemos de pronto riéndonos con desdén ante la idea de unos exploradores enviados por Randolph Hearst para rastrear Iberia en busca de edificios adecuados que transportar al estado de California, antiguamente español.

Ambos conversadores llevan vaqueros. No tienen ni idea de dónde se han fabricado.

En su mayor parte, los ingleses tienen una noción muy pobre de la Iglesia de Roma y, en general, han de apañarse con fragmentos poco pulidos de conocimientos históricos, suspendidos con frecuencia de etiquetas banales: “la expulsión de los moros”, “la Inquisición española”, “la Contrarreforma”, “la Guerra de la Independencia española”, “la Guerra Civil”. Sabemos todo tipo de trivialidades (maravilloso que se derivase una palabra del cruce de caminos…el lugar donde se cae el tapacubos).

Sabemos que Castilla ha sido a menudo un territorio disputado, e incluso sabemos que ha sido un “teatro” intercambiable con muchos otros en el que rodar Spaghetti Westerns.

Los fantasmas son innumerables: Colón, Goya, Napoleón, Wellington, Orwell, Hemingway, Laurie Lee, Lorca, Buñuel. Este inglés, que leyó a Lorca en el colegio, está fascinado por todas las incursiones inglesas en Iberia.

Reconozco en mí un anhelo por la diferencia, quizá comprendo mejor las cosas por el modo en que no se ajustan.

Estoy escribiendo en un momento en el que la naturaleza de muchísimas experiencias está normalizada. Los coches son casi intercambiables, las normativas sobre su fabricación han creado una notable uniformidad. Las carreteras por las que discurren se rigen por códigos y acuerdos internacionales. Siempre que es posible, la escala del paisaje está gestionada por máquinas que emplean sistemas de correspondencia para la división y la calibración.

Así, nuestros ojos se ven atraídos por cosas viejas. Por árboles antiguos en laderas hostiles o por cursos tercos de agua que obedecen al terreno pero muestran poca consideración por los asentamientos humanos. Hablamos sobre construcciones y cómo encajan. A veces, nos ponemos a hablar de inscripciones casi invisibles. Seguimos y vamos recitando cómo se hicieron las bodegas, y cómo su forma imaginativa adquirió autoridad.

Hablamos de la labranza y de la cosecha, y de la energía cooperativa que se desarrolló con el trillado y con el almacenamiento del grano.

Hablamos sobre herramientas manuales y bestias de carga. En el transcurso, nos damos cuenta de que estamos debatiendo sobre la organización del poder. Reconocemos que, a grandes rasgos, estamos rescatando el pasado, un pasado que menguó a lo largo de mi vida y despareció durante la adolescencia de mi acompañante. El paisaje que se desdibuja.

No obstante, hablar abiertamente y, a menudo, sin saber, nos hace recobrarnos. Nuestra inocencia nos amista. Queremos saber más, pero no podemos volver atrás. Imaginamos la producción de barriles y la necesidad de moverlos y almacenarlos, también su contenido, en un mundo sin carreteras, en un mundo sin rastros de vapor en el cielo.

Cuanto más nos concentramos en el modo en que se hizo el mundo, mejor entendemos lo poco que sabemos de cómo está hecho ahora. Nos sobrevuelan aviones mientras mejora nuestra lectura del paisaje. Nos vemos atraídos por las imposiciones más grandes y antiguas en el entorno. Somos rápidos distinguiendo pueblos de montaña, viejos puentes seguros que parecen hablar latín, restos de fortificaciones que nos recuerdan que la paz siempre fue algo construido.

Las postales han muerto, duraron cien años.

Ya no es posible “conocer un lugar” examinando un puesto de postales. Los dos, por supuesto, hemos oído hablar de lugares notables. Los encontraríamos, en cualquier caso, por la confianza absoluta que expresan con su modo de aposentarse y dominar el paisaje. Son como imanes. Nosotros somos limaduras de hierro.

Aunque nuestra conversación está acribillada de política, la iglesia, la acumulación de la riqueza, matrimonios y amoríos, hablamos constantemente de la forma y de la figura. Nos asombra el anonimato de tantas cosas que admiramos; los albañiles y los carpinteros y quienes plantaron los árboles no tienen nombre. Hablamos de ellos como si lo tuvieran. Pueblan nuestra conversación.

Nuestra vigilancia de todo este tejido se hace bastante obsesiva. Empezamos a inspeccionar aleros y cornisas, rampas y escalones, pasillos y umbrales.

Los detalles de los tejados y la ingeniería de las chimeneas, así como los pactos secretos entre carpintería y albañilería, llenan nuestras cabezas.

Vamos mirando mientras caminamos, y mientras caminamos, vamos hablando. Nos vemos atraídos a conversaciones con personas para quienes esas estructuras son lugares comunes, sus lugares de trabajo diarios.

Somos como niños, comentando esto y aquello. Nos responden con una sonrisa cómplice.

Llegamos a su biblioteca, “la más antigua del mundo”, nos cuentan.

Muchos de los libros preceden a la invención de la imprenta, y algunos son el ejemplo más antiguo de su propia revolución tecnológica.

El modo en que se almacenan los libros supone que siguen siendo “secretos”. Es solo en el momento de sacarlos de sus estanterías cuando empiezan a desbordar su contenido. Me maravillo ante sus características físicas, sus encuadernaciones, sus variedades de “papel”, su letra y su iluminación. Contemplo y admiro. Leo palabras sueltas. Entiendo poco.

Richard Wentworth y Diego Delas se conocieron por casualidad — en un autobús, en 2014 — y entablaron una conversación informal intermitente que dura hasta la actualidad e incluye desayunos, paseos y mensajes de correo electrónico con imágenes. A finales del verano de 2016, D. D. invitó a R. W. a viajar y a ver lugares —sitios claves para el proyecto — como una excusa para escribir un texto que formaría parte de un catálogo. D. D. creía posible quizá seguir el rastro de formas y figuras en restos, ruinas — o incluso en los alrededores y en el paisaje — de cierto patrimonio desplazado o perdido. Puede que este texto sea en sí mismo un viaje distraído que mire las cosas desde una distancia, y como tal ha de abordarse.

Ojos Escurridizos

Richard Wentworth

2016

Cuando éramos estudiantes, nos reuníamos todos en espacios oscuros llenos de humo donde veíamos un cono de luz propulsando imágenes sobre la pantalla que teníamos delante. Lo llamábamos “historia del arte”. Todo tipo de imágenes quedaban elididas, creando en nuestras mentes un maravilloso fertilizante fugaz.

Años después, muchas de ellas aún flotan en la superficie de nuestra consciencia, como las escurridizas calcomanías que de niños usábamos para politizar nuestras maquetas de aviones. En los toboganes, recuerdo muy bien los rasguños y los cortes que a menudo mejoraban la imagen, como una araña atrapada en la puerta.

Facteur Cheval era para mí un nombre misterioso que se citaba con frecuencia. No tenía ni idea de que Facteur era prácticamente un título honorario — como el Douanier de Rousseau —. Hasta ahora no he comprendido que se trataba de un término ligado a la modernidad: un cartero, un comunicador, alguien a quien se le confiaba la tarea de repartir el correo en un pueblo próximo a Lyon.

Recuerdo que me contaron que Facteur Cheval era acaparador, que recogía conchas de vieiras de la basura de los cafés, además de piedrecitas que se encontraba en la ruta de sus repartos diarios.

Iba caminando muy rápido cuando el pie me tropezó con algo que me hizo trastabillar durante varios metros, y quise saber la causa. En un sueño, había construido un palacio, un castillo o cuevas, no soy capaz de expresarlo bien…No se lo conté a nadie por miedo a que me ridiculizaran, y me sentí ridículo. Y entonces, quince años después, cuando casi me había olvidado del sueño, cuando ya no pensaba nunca en él, el pie me lo recordó. El pie tropezó con una piedra que casi me hizo caer. Quería saber lo que era…Era una piedra con una forma tan extraña que me la guardé en el bolsillo para admirarla con tranquilidad. Al día siguiente, volví al mismo sitio. Encontré más piedras, más bonitas aún, las recogí todas allí mismo y sentí un placer abrumador… Se trata de un pedazo de arenisca moldeado por el agua y endurecido por el paso del tiempo. Termina siendo tan dura como las piedrecitas. Representa una escultura tan extraña que a un hombre le resulta imposible imitarla; representa cualquier tipo de animal, cualquier tipo de caricatura.

Me dije a mí mismo: “Ya que la Naturaleza está dispuesta a hacer la escultura, me ocuparé yo de la mampostería y de la arquitectura”.

Los humanos son recolectores, se encuentran entre ellos y se reúnen. Las vidas humanas a menudo se describen según las cosas materiales que aderezan su existencia diaria.

Los artistas, con frecuencia, son prodigiosamente acaparadores y sus colecciones a veces se conmemoran en museos por derecho propio.

Sin esta predisposición, no tendríamos cuartos de maravillas, ni gabinetes de curiosidades.

La curiosidad, extrañamente, la alimenta la ignorancia.

No saber algo y sentir, sin embargo, ansias por descubrir más es el motor de la curiosidad.

En un viaje con un amigo por la España de provincias a finales del verano de 2016, reconocí algo que se me había escapado durante casi siete décadas.

Viajar en coche con otra persona requiere una confianza elemental. Yo conduzco, así que para mí es raro hacer de pasajero. Lo cierto es que este conductor español no conoce en realidad a su pasajero inglés, y viceversa. No obstante, sí existe el nivel necesario de confianza mutua y de curiosidad, además de un conocimiento del terreno común compartido.

Cuando se conduce, ese terreno común es la carretera. Los viajeros comparten la energía cinemática del paisaje.

Asimismo, comparten el clima, la hora del día, la caída de la luz y los hábitos culturales ligados a los placeres de la comida y la bebida.

Las energías trenzadas que se generan al moverse por una carretera subrayan nuestra modernidad compartida. Utilizo moverse porque la imperiosa sensación de la propulsión nos recuerda cuánto ha cambiado el conducir. Nos deslizamos como el agua que se mueve por un conducto. Hablamos sobre el contorno de la calzada y los arcos de la historia. Nos distraemos el uno al otro con la idea de que los carriles opuestos se van vertiendo desde nuestro futuro y a nuestro pasado.

Hablamos sobre el ritmo al caminar y sobre el acto de observar. Tratamos de imaginar un mundo observado a lomos de un caballo, los ángulos de percepción producidos por cientos de años de cascos de caballos y apertura de caminos. Imaginamos torpemente el desarrollo de algoritmos para alcanzar puntos de vista a cierta velocidad, el manejo de una banda de cemento antes líquido para crear las geometrías fijas de la carretera. De repente, nos damos cuenta de que tenemos ahí una palabra que tiene su origen en…un carro.

El propio tráfico nos alerta de las veloces complejidades de nuestra modernidad; matrículas que ratifican naciones, vehículos fabricados con una multiplicidad de materiales, manejados y moldeados en lugares del mundo incognoscibles. Hablamos sobre el movimiento de las mercancías, la ropa que llevamos puesta, los alimentos que comemos, la música que escuchamos.

Nos preguntamos si hay umbrales en la misma medida que hay prohibiciones. Nos vemos de pronto riéndonos con desdén ante la idea de unos exploradores enviados por Randolph Hearst para rastrear Iberia en busca de edificios adecuados que transportar al estado de California, antiguamente español.

Ambos conversadores llevan vaqueros. No tienen ni idea de dónde se han fabricado.

En su mayor parte, los ingleses tienen una noción muy pobre de la Iglesia de Roma y, en general, han de apañarse con fragmentos poco pulidos de conocimientos históricos, suspendidos con frecuencia de etiquetas banales: “la expulsión de los moros”, “la Inquisición española”, “la Contrarreforma”, “la Guerra de la Independencia española”, “la Guerra Civil”. Sabemos todo tipo de trivialidades (maravilloso que se derivase una palabra del cruce de caminos…el lugar donde se cae el tapacubos).

Sabemos que Castilla ha sido a menudo un territorio disputado, e incluso sabemos que ha sido un “teatro” intercambiable con muchos otros en el que rodar Spaghetti Westerns.

Los fantasmas son innumerables: Colón, Goya, Napoleón, Wellington, Orwell, Hemingway, Laurie Lee, Lorca, Buñuel. Este inglés, que leyó a Lorca en el colegio, está fascinado por todas las incursiones inglesas en Iberia.

Reconozco en mí un anhelo por la diferencia, quizá comprendo mejor las cosas por el modo en que no se ajustan.

Estoy escribiendo en un momento en el que la naturaleza de muchísimas experiencias está normalizada. Los coches son casi intercambiables, las normativas sobre su fabricación han creado una notable uniformidad. Las carreteras por las que discurren se rigen por códigos y acuerdos internacionales. Siempre que es posible, la escala del paisaje está gestionada por máquinas que emplean sistemas de correspondencia para la división y la calibración.

Así, nuestros ojos se ven atraídos por cosas viejas. Por árboles antiguos en laderas hostiles o por cursos tercos de agua que obedecen al terreno pero muestran poca consideración por los asentamientos humanos. Hablamos sobre construcciones y cómo encajan. A veces, nos ponemos a hablar de inscripciones casi invisibles. Seguimos y vamos recitando cómo se hicieron las bodegas, y cómo su forma imaginativa adquirió autoridad.

Hablamos de la labranza y de la cosecha, y de la energía cooperativa que se desarrolló con el trillado y con el almacenamiento del grano.

Hablamos sobre herramientas manuales y bestias de carga. En el transcurso, nos damos cuenta de que estamos debatiendo sobre la organización del poder. Reconocemos que, a grandes rasgos, estamos rescatando el pasado, un pasado que menguó a lo largo de mi vida y despareció durante la adolescencia de mi acompañante. El paisaje que se desdibuja.

No obstante, hablar abiertamente y, a menudo, sin saber, nos hace recobrarnos. Nuestra inocencia nos amista. Queremos saber más, pero no podemos volver atrás. Imaginamos la producción de barriles y la necesidad de moverlos y almacenarlos, también su contenido, en un mundo sin carreteras, en un mundo sin rastros de vapor en el cielo.

Cuanto más nos concentramos en el modo en que se hizo el mundo, mejor entendemos lo poco que sabemos de cómo está hecho ahora. Nos sobrevuelan aviones mientras mejora nuestra lectura del paisaje. Nos vemos atraídos por las imposiciones más grandes y antiguas en el entorno. Somos rápidos distinguiendo pueblos de montaña, viejos puentes seguros que parecen hablar latín, restos de fortificaciones que nos recuerdan que la paz siempre fue algo construido.

Las postales han muerto, duraron cien años.

Ya no es posible “conocer un lugar” examinando un puesto de postales. Los dos, por supuesto, hemos oído hablar de lugares notables. Los encontraríamos, en cualquier caso, por la confianza absoluta que expresan con su modo de aposentarse y dominar el paisaje. Son como imanes. Nosotros somos limaduras de hierro.

Aunque nuestra conversación está acribillada de política, la iglesia, la acumulación de la riqueza, matrimonios y amoríos, hablamos constantemente de la forma y de la figura. Nos asombra el anonimato de tantas cosas que admiramos; los albañiles y los carpinteros y quienes plantaron los árboles no tienen nombre. Hablamos de ellos como si lo tuvieran. Pueblan nuestra conversación.

Nuestra vigilancia de todo este tejido se hace bastante obsesiva. Empezamos a inspeccionar aleros y cornisas, rampas y escalones, pasillos y umbrales.

Los detalles de los tejados y la ingeniería de las chimeneas, así como los pactos secretos entre carpintería y albañilería, llenan nuestras cabezas.

Vamos mirando mientras caminamos, y mientras caminamos, vamos hablando. Nos vemos atraídos a conversaciones con personas para quienes esas estructuras son lugares comunes, sus lugares de trabajo diarios.

Somos como niños, comentando esto y aquello. Nos responden con una sonrisa cómplice.

Llegamos a su biblioteca, “la más antigua del mundo”, nos cuentan.

Muchos de los libros preceden a la invención de la imprenta, y algunos son el ejemplo más antiguo de su propia revolución tecnológica.

El modo en que se almacenan los libros supone que siguen siendo “secretos”. Es solo en el momento de sacarlos de sus estanterías cuando empiezan a desbordar su contenido. Me maravillo ante sus características físicas, sus encuadernaciones, sus variedades de “papel”, su letra y su iluminación. Contemplo y admiro. Leo palabras sueltas. Entiendo poco.

Richard Wentworth y Diego Delas se conocieron por casualidad — en un autobús, en 2014 — y entablaron una conversación informal intermitente que dura hasta la actualidad e incluye desayunos, paseos y mensajes de correo electrónico con imágenes. A finales del verano de 2016, D. D. invitó a R. W. a viajar y a ver lugares —sitios claves para el proyecto — como una excusa para escribir un texto que formaría parte de un catálogo. D. D. creía posible quizá seguir el rastro de formas y figuras en restos, ruinas — o incluso en los alrededores y en el paisaje — de cierto patrimonio desplazado o perdido. Puede que este texto sea en sí mismo un viaje distraído que mire las cosas desde una distancia, y como tal ha de abordarse.